martes, 26 de noviembre de 2013

El pique de la Casa del Gordo

¡Otros gordos son posibles!

Presentación del Pique Macho especial de La Casa del Gordo.


Lo sabíamos al comenzar este recorrido: La Casa del Gordo es un restaurante obligado para todo aquel que quiera saborear el pique macho cochabambino. Ubicado en las cercanías de la plazuela de Cala Cala, un lugar célebre por sus salteñas, empanadas y helados de canela, el establecimiento tiene una rica historia de más de dos décadas, no sólo vinculada a la gastronomía, sino a las expresiones más tradicionales que hacen al llajtamasi.
Su antiguo y fallecido propietario era Armando AntezanaPalacios, bautizado cariñosamente por sus amigos como el “Gordo Ja Ja”. La importancia de este militante de la buena vida, creativo artista y picaresco bohemio ha trascendido gracias a la excelente labor de Ramón Rocha Monroy. El Cronista de la Ciudad ha escrito sendos artículos que recuerdan la calidad humana del inventor de la “Cueca de la risa” al que, propone el literato, la Alcaldía debería rendir tributo con un “Monumento a la Tertulia” en plena plazuela de Cala Cala.
Hasta La Casa del Gordo, regentada ahora por la descendencia de Antezana, llegamos para probar el pique especial que, nos explicaron, se diferencia del pique macho solamente por incluir otros tipos de carnes además del de res. Antes del plato, llegan a la mesa rebanadas de un rico pan francés, cortesía que se disfruta con la llajwa reglamentaria. Casi media hora después, está -algo tibio- un abundante pique bien equilibrado en sus porciones y que promete saciar el apetito de tres adultos. Es, lo veremos a continuación, lo mejor de la casa.

La carne de res, picada en cubos y algo sobrecocida y por lo tanto seca, parece sin embargo estar marinada en vino, lo que le da un sabor especial y tono rosa. Hace un buen juego con las papas, cuya virtud parece ser su variedad andina, mas su debilidad el verse algo remojadas (¿conservadas mucho tiempo antes?). Los chorizos no tienen nota tan alta: los tipo viena son de ordinarios para arriba y el parrillero es sencillamente barato. El pollo por su parte da la impresión de haber sido cocido para otro plato y luego fritado para el pique, lo cual le quitó el sabor. Siguiendo con las carnes, las generosas porciones de ubre no están muy bien seleccionadas, aunque, sí, el riñón está en su punto. Coronan el plato unos frescos tomates y locotos, ricas aceitunas y rodajas bien cocidas de huevo, además de plátanos un tanto secos que no obstante coadyuvan al carnaval de sabores.
La experiencia obtendría una buena nota de aprobación, de no ser por muchos detalles descuidados, que en realidad no tienen tanto que ver con los esfuerzos del chef. Y es que el preparado llega en muy elementales -y a veces desportillados- platos chinos, los comensales deben sentarse en viejas sillas de plástico (o de madera, en las que se expone la no tan cuidada limpieza, ni qué decir en las sillas para bebés), los groseros cubiertos se doblan al menor esfuerzo y la cristalería es de cantina pobre. De cantina pobre es también la decoración kitch, como la -horrenda- música de bar de viernes desoltero, plagada de rancheras y aullidos de Los Iracundos o del inefable Galy Galiano. El panorama se agrava un tanto más cuando la atención, aunque correcta, no se detiene en detalles primigenios como proveer servilletas (¡ay, error en casi todas partes!) o dar el número suficiente de platos, tenedores y cuchillos. Completando los desaciertos, los baños andan sucios, mojados, malolientes y desprovistos de los implementos básicos.
Los propietarios de La Casa del Gordo, restaurante que ha merecido diversos reconocimientos de instituciones públicas, no deberían conformarse con apuntar a ser un boliche de farra para veteranos (la cerveza es por fortuna barata, cuesta Bs 16, la botella de jugo cuatro menos). Con algunas mejoras y sin encarecerse, su pique macho podría superar ampliamente el promedio y no hacer que la experiencia de comerlo haga confundir -lo dijimos antes- lo tradicional con lo precario.
piquesillpanchopicante@gmail.com

miércoles, 20 de noviembre de 2013

El picante mixto de la quinta-restaurante Guadalquivir

Jailón mixto

Presentación del picante mixto del restaurante Guadalquivir en Cochabamba.
Los cochabambinos nos jactamos de comer mucho picante. En nuestra mesa no puede faltar una buena llajwa, con quilquiña u otras especias. Si no hubiera esta salsa tradicional, otro excelente acompañante es un locoto picado.
Los que de algún modo ningunean esta afirmación son los sucrenses. Los capitalinos suelen decir en sus charlas, ahí en el comedor de su mercado central, que nuestro famoso picante mixto, hecho a base de ají rojo y/o amarillo, “es una tomatadita”. Puede que los sibaritas de la “Ciudad Blanca” tengan razón. Muchos de sus platos, bañados con ají espeso, son un desafío para todo aquel que se jacta de aguantar el picor en el paladar.

El restaurante Guadalquivir (C. Javier Baptista entre Uzeda y Canedo, una cuadra al norte y una al este de Semapa) es probablemente uno de los locales de más tradición en Cochabamba. El establecimiento es alejado, no existe un letrero que pueda guiar a nuevos comensales. Desde su entrada, el local nos transporta a otra época. Uno rememora la visita a la casa de los abuelos. Vemos una construcción antigua, pero bien conservada, con mucha vegetación, característica que muy pocos restaurantes mantienen, pues son víctimas de la urbanización y la idea de sacarle el mayor rédito a los espacios, llenos de cemento, cerámica y arquitectura kitsch.


A partir del momento en que se hace el pedido, el plato tarda casi una hora en llegar. El tiempo sin embargo pasa más o menos rápido. Los ambientes del Guadalquivir permiten disfrutar detalles de la vegetación e incluso observar algunas aves tropicales enjauladas. Mientras dura la espera, los que están con mucha hambre pueden degustar un -cortesía de la casa- escabeche casero, agradable y amigable con el paladar: el vinagre no tiene la consistencia artificial tan frecuente en muchos restaurantes.
El plato, que cuesta Bs 55 por una porción estrictamente individual, cuida los detalles en su presentación. Tiene una imagen muy elegante, elaborada, casi de estilo gourmet. Dos pedazos de lengua son acompañados de dos presas de pollo, están bañadas en un jugo -color naranja/rojizo- de consistencia líquida, adornado con arvejas. La lengua, de corte medio uniforme, está bien cocida. Son trozos de carne bien seleccionados, con muy buena sazón, características que solo pueden lograrse por la cocción en su propia salsa. A pesar de la poca cantidad, el anterior es un detalle que se agradece de sobremanera. El pollo, al igual que la lengua, tiene un muy buen preparado. La carne está cocida en su punto, no está seca y es muy sabrosa.
El chuño es igualmente seleccionado. Es de tipo tunta, muy bien preparado en phuti, con cebolla finamente picada, huevo revuelto y unos pedacitos de queso. En la parte superior adornan el tomate y la cebolla cortada en juliana, hecha en una vinagreta casera que le reduce algo de acidez y le añade frescura. Así también, la ensalada es decorada con unas cuantas rodajas de locoto y una pizca de cilantro picado, lo que le da un toque diferente, estimulando el paladar de forma distinta.
Entre los aspectos a mejorar del picante mixto del restaurante Guadalquivir está el uso de papa holandesa. Aunque bien cocida, presenta un sabor soso y algo desagradable, característica típica de esta variedad del tubérculo. Asimismo, el ají puede ser un poco más picante (aunque tal vez ello estropearía los afanes del chef). El plato, al ser un tanto más estilizado, puede resultar algo reducido por su precio. Si bien sacia, para alguien de buen diente guiado por las tres B’s más H (bueno, bonito, barato, harto) de la gastronomía local, el preparado de la quinta puede ser insuficiente. 
 
El restaurante, al poseer un aura de antaño, es amplio y tiene la cantidad necesaria de mobiliario. Pero su cristalería para refrescos es ordinaria, no así para tragos especiales, que tienen una pinta mejor. Los platos son finos, están en buen estado. Van con el estilo del local. Los detalles también se notan en la estética de las servilletas de tela, planchadas, limpias y bien presentadas como los manteles. Por otro lado, si bien el trato de los garzones es cordial y educado, falta personal para una atención que justifique del todo el precio “sugerido” de propina (el pago es en realidad obligatorio, pues aparece en la cuenta y luego en la factura con un valor del 10% del consumo total).

El ambiente, la comida y la atención son sobresalientes. Pero hacen del Guadalquivir un restaurante “tradicional” pensado solo para un determinado tipo de público. Uno que, además de la cara comida, puede pagar Bs 18 por un chop de cerveza, Bs 8 por un balón de jugo o Bs 60 por una botella de vino de mesa Campos de Solana. Un público al que pertenecen esos que el escritor cochabambino Edmundo Paz Soldán define -en una consulta del diario El País de España- con la palabra “más autóctona” de Bolivia. A esas personas afortunadas, y otras no tanto, que de vez en cuando pueden degustar un jailón mixto.




piquesillpanchopicante@gmail.com

lunes, 11 de noviembre de 2013

El plato de El Palacio del Sillpancho

Comida rápida no rápida


Presentación del plato en el Palacio del Sillpancho en Cochabamba.


Quienes viven en Cochabamba durante 35 años o más, coincidirán en que un clásico a la hora de comer fuera de casa era El Palacio del Sillpancho. Ubicado en las cercanías de la Baptista y Ecuador, el local, de una decoración siempre kitsch, era un lugar de encuentro obligado para degustar el tradicional plato que -incluso varios años después de la fundación del restaurante en 1977- alcanzaba hasta para tres personas y se preparaba a la usanza típica: con carne martajada.
La gran cantidad de comensales de El Palacio del Sillpancho ha determinado varios cambios, al punto de convertirlo en una rara especie de restaurant de comida rápida. La estética ordinaria no varió, pero ello sería perfectamente soportable, de no ser porque el preparado de la carne ya es casi industrial -es decir, con máquinas y carne molida-, y el plato se ha reducido a su mínima expresión, al tiempo que el precio ha venido en alza hasta llegar a los Bs 16 por una ración estrictamente individual.

Pero antes de seguir rezongando anotemos las virtudes: el plato es equilibrado en sus porciones, la carne de apenas milímetros de grosor -¡ay, no podemos con nosotros!- está bien cocida y se deja comer -ay, aunque con alguna fibra nerviosa-, las papas -aunque del tipo holandesa- conservan algo de su preparado de antaño al ser primero cocidas y después fritas, el arroz está más o menos bien sazonado y aparenta ser de buena calidad, los dos huevos -casi de codorniz- no son aceitosos y están en su punto, y la ensalada de tomate, cebolla y locoto picados en finos cubitos es fresca. Adicionalmente, el no tan químico vinagre es muy pasable, al igual que la llajwa. Hasta ahí todo más o menos bien.
Lo malo es que, si bien la modernidad llegó a El Palacio del Sillpancho para “industrializarlo” y encarecerlo, la atención continúa en la edad de piedra. Desde que uno llega al local para comprar su ficha hasta que el plato llega a la mesa fácilmente puede pasar más de media hora. De hecho, una pareja extranjeros que no sabía la modalidad de compra -no hay muchos letreros que así lo indiquen- seguía sentada hasta que nosotros terminamos nuestro almuerzo. 
La única cajera y las escasas meseras y meseros -cuyo empeño laboral debe ser proporcional al salario que reciben- trabajan muy lentamente, son toscos y andan enloquecidos con pedidos para llevar, otros para la mesa, y, pese a las fichas, no suelen atender en orden de llegada, sino como se les antoja. 
Por otro lado, la cristalería, los platos y los cubiertos -de un carnaval de marcas- son viejos y algunos andan desportillados. La experiencia se afea un poco más con un Daddy Yankee cantando a todo volumen en los parlantes. Pero lo peor son ciertamente los baños. Pese a estar cerca de la cocina, son sucios y malolientes, los pisos andan mojados, solo hay agua en turriles y los implementos básicos brillan por su ausencia.
Todo lo anterior hace que, si uno de esos días uno anda en el centro y con poco dinero, El Palacio del Sillpancho sea una opción para una cena o almuerzo algo digno y satisfactorio -sobre todo por el precio del plato y de las bebidas (el Jugo del Valle cuesta Bs 11 y la cerveza 13)-.  Sin embargo, no recomendamos el local para llevar a aquel familiar que llega después de muchos años para comer su platito. Él se encontrará con una experiencia gastronómica menor y verificará que la modernidad no llegará nunca con todo su esplendor a algunos “palacios” de la Llajta.




piquesillpanchopicante@gmail.com

jueves, 7 de noviembre de 2013

El pique del restaurant Casa de Campo

Sin aderezos... ¡Por favor!

La presentación del Pique Macho de la Casa de Campo en Cochabamba.



El pique macho es uno de los platos más populares de la gastronomía cochala. Se lo puede encontrar en casi cada rincón de Bolivia, adaptado a los ingredientes de cada región, con diferentes tipos de carnes, verduras y otros complementos.
La Casa deCampo, ubicada en el Boulevard de la Recoleta, debe ser uno de los destinos gastronómicos más concurridos por los locales y quienes visitan la Llajta, en búsqueda de sus típicos sabores. El restaurante es conocido por su variedad de piques, desde el “Lobo” -una invención propia- hasta el de lomo, pasando por el especial, que es el plato que degustamos en el marco de este recorrido gastronómico que nos trazamos.
Desde el momento en que se hace el pedido, el plato tarda unos 20 minutos en llegar. Mientras dura la espera, un detalle excelente es la ensalada de cortesía. La palta, la lechuga, el tomate, la cebolla en escabeche, y el rábano picado conforman una buena entrada para picotear. El preparado viene además acompañado de unos frescos panes tipo toco, que se complementan muy bien con una llajwa muy sabrosa, preparada y perfumada con hierbas como wacataya, quilquiña y perejil.
El pique especial, que satisface hasta a tres comensales de apetito mediano, tiene un costo de Bs 74. Está muy bien equilibrado en cuanto a la proporción de carne y papa. Ningún elemento hace sombra al otro. Cuenta con variadas carnes: res, pollo, tripa, ubre, chorizo viena y criollo. Adornan el plato una buena cantidad de verduras, entre tomates, cebollas y locotos cortados en juliana, además de una horrible capa tricolor de aderezos industriales (kétchup, mostaza y mayonesa).
La carne de res se presenta en cortes desiguales, que sin embargo tienen una cocción uniforme, en un punto ideal, llegando a estar suaves para la masticación. Los pedazos  de carne tienen un ligero toque picantón de pimienta negra que destaca en el adobo -color naranja oscuro, tirado a cobre-, con el que vienen condimentados. Los chorizos tienen una buena cocción, no están quemados o crudos. El tipo viena parece de una calidad término medio, ni fino ni tan ordinario. Se deja comer sin ser muy sintético. El chorizo criollo, cortado casi a la mitad, tiene la textura y toque dulzón típico del preparado cochabambino.
La ubre, muy bien seleccionada, está cocida idealmente, llegando a ser crocante por fuera y cremosa por dentro. Cada mordida destroza una capa exquisitamente tostada a la perfección, con el agasajo posterior al paladar de una carne que casi se deshace en la boca. De muy buen sabor y de similar cocción son las tripitas, que destacan por un leve toque salado que sobresale de los otros elementos, sin estropear las papilas gustativas. El pollo, crujiente por fuera y cocido tres cuartos por dentro, es el elemento de la discordia. Su falta de sabor hace que descompagine en la espléndida presentación de las carnes que hacen recuerdo y hasta emparentan al pique con el Intendente.
Las papas fritas, de tipo imilla y cortadas en bastones, tienen un sabor agradable en su mayoría, aunque unas cuantas parecen de tandas preparadas mucho tiempo antes, lo cual se nota en su textura un tanto acartonada. 
La ensalada (tomates, locotos y cebollas) es fresca, de buen color y consistencia. El locoto, como en pocos platos similares, es abundante, pero no muy picante. La cebolla, roja, combina su acidez a la perfección con la sazón de la carne.
Todo el sabor del plato se lo puede disfrutar sin embargo recién a partir de la segunda capa del pique, pues la parte exterior es estropeada por los aderezos, que con seguridad son de los más comunes del mercado. El carnaval de kétchup, mostaza y mayonesa que adorna la presentación de la comida debería ser opcional o, mejor, prescindible, ya que los ingredientes del plato se dejan saborear y se defienden por sí mismos. Además, pensamos que nadie viajaría miles de kilómetros a la Llajta, tan solo para probar un kétchup ordinario.

Lo malo de los aderezos afortunadamente no se ve reflejado en el local, que mantiene una decoración rústica y atractiva, con una cantidad necesaria de mobiliario, en buen estado y limpio. Así también, la vajilla mantiene los estándares de calidad que se esperan mínimamente de un restaurante turístico. Algunas copas presentan roturas pequeñas, pero, en general, están en buen estado y son de una calidad promedio. Tanto la alcuza, los platos y la fuente para llajwa -limpios al igual que los manteles- mantienen un mismo estilo, manejan la imagen institucional del local.
El local cuenta con acceso a Internet WiFi. No presenta contaminación sonora y ofrece música latina o folklórica que, por fortuna, no tienen nada que ver con el feo soundtrack de cantina de otros lugares. Asimismo, cuenta con televisores cuando hay algún partido importante de fútbol, que se puede ver en compañía de una botella de cerveza, que tiene un costo Bs 19. La Casa de Campo es un local salubre. Tanto sus baños como sus ambientes tienen una limpieza permanente. El trato de los meseros es correcto, aunque le falta mucho de iniciativa para llegar a la excelencia.
La Casa de Campo y su pique especial son una buena experiencia, pero, eso sí, sin aderezos… ¡por favor!



piquesillpanchopicante@gmail.com